lunes, 6 de octubre de 2008

23 de Agosto (Jorge Moreno)


Entre las armiñadas callejuelas, paseaban ajenos al compás del tiempo, mientras el cielo iluminaba sus perfiles creando impresionismo en la frialdad del suelo. De repente por triste suerte, un rayo retumbó con autoridad, y la brisa tormentesca comenzó a levantar las hojas que había tirado con anterioridad, creando remolinos de ocre. El corazón latía a velocidades vertiginosas y el susto se apoderaba de ellos; el sobresalto había sido de órdago, pero fue eso, un inoportuno (o no) estruendo que trajo una sensación híbrida de nerviosismo y paz. Tras retomar la serenidad, prosiguieron el camino hacia la fuente – una majestuosa cueva, encalada y decorada con un azul que recordaba al firmamento, levantado con sudor por los que antaño vivieron allí - donde llegaron poco después con la compañía del olor a hortensia y jazmín que desprendía la espesura que brotaba con vergüenza en los balcones y ventanas vecinas. Ella, decidió entrar en la cueva para refrescarse y coger unos limones que colgaban del limonero plantado en el interior. Él, al verlos, aun sorprendido y tembloroso por el estruendo anterior, crelló que el sabor sería mordiente y ácido, por un momento no tenía valor a probarlos, pero empujado por el orgullo mordió el fruto, tras unos segundos saboreándolo, se sorprendió, era dulce y jugoso como si de una golosina se tratase. Se hacía tarde y tenían que llevar el agua, así que cogieron los limones y el cántaro retomando su camino. La brisa nocturna poco a poco iba incrementando y a cada paso parecía que las nubes se comiesen las estrellas y fuese inevitable el aguacero… a la altura del cabildo – poco más lejos de donde cayó el primer trueno- volvió a emerger de entre las alturas otro estruendo, este más suave y ligero, como si le acompañase la música que compone el viento en los campos de cebada. Este fragor apenas causo sorpresa, más bien alivio, ya que se esperaban uno mayor. Las campanas de la atalaya marcaban las 10 de la noche en sintonía con los truenos cada vez más lejanos, el hambre hacía discutir a la panza, y tras hacer una cena que más parecía una comida para el ganado, quien pudo la comió y quien no la tiró, sin más pesar que el inútil esfuerzo realizado. Tras el frustrado empacho el joven tenía más hambre de limones, -apenas le habían durado unos minutos, ya que fue su única cena- así que pusieron de nuevo rumbo a la fuente. Envueltos en un sirimiri que más que agradar, ya dolía a la piel, llegaron a la fuente; allí estaba, el limonero era dorado y verde. Él no había visto jamás un árbol tan vivo y alegre, casi parecía que le arropase… se quedaron unos minutos allí, sin más objetivo que degustar la sabiduría de sus limones, mientras de fondo se oía la tormenta que parecía ir al son de la batería de John Bonham. Sin duda, aquella sencilla noche, entre caminatas y buena compañía fue de las más completas que ese chico recuerda.

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